“Arrepentíos porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3,1). Resuena más que nunca en nuestro tiémpo, el grito súplicante de aquel que désde el vientre de su madre, había sido elegido como el precursor. Aquel que habría enderezado los sentieros torcidos y la via desviada al pueblo de Israel, es la figúra luminosa de aquel que los padres de la Iglesia identifícan como “el último de los profetas”, Juan el Bautista.
Este “grito” de Juan, en este segundo domingo de adviento, resuéna con fuerza en nuestro corazón y hace vibrar nuestra alma intensamente, la cual está llamada a abrir la propia puerta al Señor que esta por venir. Por eso se nos invita a la penitencia, a fin que podamos obtener “frutos de una sincéra conversión” (Mt 3,8)
En este tiempo, por lo tanto es necesario pedir al Señor, como solía repetir siempre San Agustín, el don de la conversión: “No atrivuirte por lo tanto a ti mismo el merito de tu conversión: porque, si no hubiera intervenído Dios a llamarte cuando escapavas de él, tu no habrías sido capaz de volver atrás”.