La primera representación de la escena del pesebre viviente se remonta a la noche de Navidad de 1223 en Greccio. Aquí San Francisco quiso revivir la feliz noche de Belén, en la que el Altísimo Dios vio la luz en los brazos de la Virgen María, que “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7).
En 1291, el primer Papa franciscano en la historia, Nicolás IV, con la misma intención de san Francisco, encargó al escultor toscano Arnolfo di Cambio de realizar un pesebre tallado en piedra en la basílica de Santa María la Mayor en Roma, donde se guardan las reliquias sagradas Cuna de Belén.
Por otra parte, en esos mismos años, Nicolás IV encargó a Jacopo Torriti, fraile franciscano y mosaiquista, de decorar el ábside de Santa María la Mayor con los episodios más importantes de la vida de María y de la infancia de Jesús. Bajo el ábside, a los lados de las ventanas, el segundo partiendo por la izquierda, se puede admirar el hermoso mosaico de la Natividad, inspirado en el Nacimiento de Arnulfo de Cambio.
El corazón de la escena se compone de María con el Niño en pañales, que emergen del abismo oscuro de la montaña. La montaña tiene una forma triangular y se destaca sobre el fondo color oro, ambos hacen alusión al mundo divino que se manifiesta en la historia. La oscuridad del abismo, que representa la oscuridad del mundo sin Dios, es iluminada por el sofá blanco finamente bordado, sobre la que se asienta la Virgen María. Ella está usando ropas reales, porque es la Madre del Rey de reyes; el azul oscuro del manto pone en evidencia tres estrellas doradas, dos sobre sus hombros y una sobre la cabeza, que aluden a la perpetua virginidad de María antes, durante y después del parto. La madre pone al niño, envuelto en pañales en el pesebre, que tiene la forma de una tumba de mármol. Sobre la cabeza del Niño un halo que nos recuerda que Él es el Hijo de Dios.
Las bandas, el pesebre y la cruz son tres símbolos que prefiguran el sacrificio en el Calvario. El pesebre, que se inserta en un templo, y la estrella que brilla sobre la montaña, son símbolos que hacen hincapié en el origen divino de Jesús: Él, a pesar de ser verdadero hombre, no deja de ser verdadero Dios. Al lado del niño, vemos el burro y el buey, estos dos animales son mencionados por el profeta Isaías: “el buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no conoce y mi pueblo no entiende” (Is 1,3) y se convierte en profecía de la futura incredulidad del pueblo de Israel.
A los pies de la gruta, se representa al anciano San José, sentado y con la cabeza girada hacia la Gruta, él contempla el Misterio, ofreciéndose a sí mismo como un humilde servidor de la Madre y el Hijo de Dios. Detrás de la montaña, a la izquierda, los ángeles adoran sorprendidos, mientras que en el lado opuesto, un ángel del Señor se aparece a los pastores en un cartucho que lleva el mensaje: ” Les ha nacido un Salvador” (Lc 2, 10-11).
¡Sí! ¡Hoy nos ha nacido un Salvador! ¡Sea nuestro corazón abierto y dispuesto en la oración como María, en la disponibilidad como José, en el deseo como los pastores, en la alabanza como los ángeles, en la simplicidad como el buey y el asno! ¡Damos la bienvenida al Dios altísimo que se hace niño porque ningún hombre tiene miedo de Él!