Este año 2020 marca el 70 aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción al Cielo de la Santísima Virgen María. El pueblo cristiano siempre ha creído en esta verdad; de hecho, desde los primeros siglos del cristianismo, en la comunidad judeocristiana se transmitieron relatos orales sobre el fin de la vida de la Virgen. A finales del siglo II d.C., estas tradiciones se escribieron, dando vida a textos apócrifos con algunos detalles sobre la Dormición o el Tránsito de la Virgen. Este rico patrimonio apócrifo fue recogido y confirmado por los Padres de la Iglesia y por varios escritores cristianos, especialmente a partir de los siglos IV y V d.C.. Recordamos a Santiago de Sarug (+ 521), según el cual cuando llegó para María
“el momento de caminar por el camino de todas las generaciones”, que es el camino de la muerte, “el coro de los doce Apóstoles se reunió para enterrar “el cuerpo virginal de la Bienaventurada”. San Modesto de Jerusalén (+ 634), después de haber hablado de la “beatísima dormición de la gloriosa Madre de Dios”, afirma que Cristo “la resucitó del sepulcro” para llevársela consigo en la Gloria.
Después de siglos de fe en la Asunción o Dormición de la Virgen, ¿cómo se verificó la proclamación del dogma?
El Papa Pío XII, fue quien tomando en cuenta las innumerables peticiones que provenían del entero pueblo de Dios, decidió dirigir una Carta Encíclica, llamada Deiparae Virginis Mariae (1 de mayo de 1946) a los venerables Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y a otras ordenes locales que tienen paz y comunión con la Sede Apostólica, con respecto a una propuesta de definición del Dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María. En esta carta, el Santo Padre Pio XII pidió de elevar a Dios insistentes oraciones, “con el fin que nos manifieste claramente, a este propósito, los planes de su siempre adorable benignidad”. 1.181 Obispos se manifestaron a favor de esta proclamación, mientras que sólo seis se opusieron.
El 12 de abril de 1947, la Virgen María se apareció al protestante Bruno Cornacchiola y lo invitó a regresar en la Iglesia Católica, que el combatía con inquebrantable tenacidad. Entre otras cosas, Ella le habló de su Asunción al Cielo: “Mi cuerpo no podía morir y no murió, no podía marchitarse y no se marchitó, porque yo soy Inmaculada, en el éxtasis de amor divino que fui llevada por Jesús Verbo mi hijo y por los ángeles al Cielo”.
Por lo tanto, el Papa Pío XII, después de haber adquirido la certeza de que esta verdad, fundada en la Escritura y en la Tradición, fuese profesada por el pueblo de Dios y por el Episcopado, finalmente el 1 de noviembre de 1950, proclamó el dogma: “De tal modo la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y, vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos” (Cost. ap. Munificentissimus Deus, AAS 42 (1950), 768-769).
Además, antes de la definición del dogma, esta festividad se fijó en el calendario para el 15 de agosto. Esta fecha estuvo determinada por el hecho de que en la tradición judía se conmemoraba la "fiesta de las Cabañas" a mediados de agosto, que para la cultura judía es una forma de recordar a los muertos y a la resurrección de los cuerpos. Por eso, este día parecía el más apropiado para recordar la Asunción de María Santísima.
La Constitución Apostólica “Munificentissimus Deus”, sin embargo, no se pronunció sobre la cuestión de la muerte de María. Según san Juan Pablo II, Pío XII no consideró oportuno afirmar solemnemente, como verdad que debía ser admitida por todos los creyentes, la muerte de la Madre de Dios, pero al mismo tiempo no quiso negarla. De hecho, durante siglos se creyó que María era en todo similar al Hijo, incluso en la muerte. En efecto, la Madre no podía ser superior al Hijo, que había conocido la muerte, venciéndola y transformándola en instrumento de salvación (cf. Juan Pablo II, Audiencia general, 25 de junio de 1997).
San Juan Damasceno (+ 704), doctor de la Iglesia, se pregunta: “¿Cómo es posible que aquella que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?”.
Y responde: “Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, él muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección”. (Panegírico sobre la dormición de la Madre de Dios, 10: SC 80, 107).
Involucrada en la Obra Redentora de Cristo, María, por tanto, compartió su sufrimiento y muerte para la Redención de la humanidad, pero también participó de su Resurrección, como anticipación de la Resurrección de la humanidad. (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 966). También nosotros un día resucitaremos y tendremos un cuerpo glorioso como el de Jesús y María.
Firmes en esta certeza, hacemos nuestra la oración del Papa Pío XII y decimos a la Virgen Asunta: “Nosotros, desde esta tierra por donde pasamos peregrinos, consolados por la fe en la futura resurrección, miramos hacia ti, nuestra vida, nuestra dulzura, nuestra esperanza; Atráenos con la dulzura de tu voz, para mostrarnos un día, después de nuestro destierro, a Jesús, fruto bendito de tu vientre, o misericordiosa, o piadosa, o dulce Virgen María ». ¡Amén!