«Lumen ad revelationem gentium». Estas son las palabras que hoy resuenan con fuerza en la Iglesia que recuerda la Presentación de Jesús en el Templo. La procesión inicial, las velas encendidas y las palabras del Evangelio introducen el misterio de ese Niño, luz verdadera que ilumina el mundo (cf. Jn 1, 9). Es precisamente esta conciencia la que animó aquel día al profeta Simeón a proclamar su cántico; es el resplandor de Jesús lo que impulsó a la profetisa Ana a hablar de él como el Redentor y, también, es el candor de Dios que María y José, ofreciendo al Señor en el Templo, han donado al mundo. Desde hace dos mil años, miles de millones de hombres y mujeres siguen los pasos de esta luz, consagrando sus vidas, jóvenes o adultas, para ser reflejo de ese esplendor que vislumbraron en los ojos de Cristo.
A ellos san Juan Pablo II ha querido dedicar una Jornada Mundial, subrayando así la importancia fundamental de su donación para la Iglesia y para el mundo entero. Ellos, como Simeón, están llamados a fijar la mirada en el Señor y a proclamarlo al mundo como “luz para iluminar a las naciones” (Lc 2,32). No sólo eso, sino que, mediante la profesión de los votos de castidad, pobreza y obediencia, los religiosos hacen de Jesús su único amor; hacen de Él su riqueza exclusiva y eligen la voluntad del Padre como su único proyecto de vida.
En esta 27ª Jornada Mundial de la Vida Consagrada, invoquemos, pues, la misericordia de Dios para estos hijos de la Iglesia, llamados a seguir al Señor. Le pedimos a Él, principio y fin de toda vocación, de donar a cada consagrado la gracia de responder con prontitud a su voz. Invoquemos sobre ellos al Espíritu Santo, para que estos hombres y mujeres nunca se aparten de esta ardua misión y conserven fielmente el amor generoso con el cual un día dijeron “sí” a Dios.