Hay quien ya ha pasado muchos años por el umbral de un nuevo año y quienes, como los más pequeñitos, van a vivir el primer año de vida. Esta consideración, en su simpleza, evidencia el continuo caminar de cada persona, un enérgico pero silencioso transcurso del tiempo hacia algo. Este “algo” es a menudo arduo de comprender. Es oportuno entonces que el hombre se pregunte: “¿hacia dónde está yendo mi vida?”. Y de esto todos los hombres, incluso en los modos más diversos, tienen experiencia. Porque vivir la vida como muchos hacen hoy en día, explorando el mayor número de cosas que se pueden experimentar, significa vivir en realidad escondidos detrás del miedo de que no haya más tiempo, o que desaparezca demasiado pronto o peor, no se haga fructificar. No debemos vivir el paso del tiempo, de los años, incluso de los minutos como una rueda que gira y no se sabe cuándo caerá en el vacio. No apreciaremos jamás el don de la vida y el del tiempo.
El hombre es un ser eterno y es precisamente la muerte lo que le hace reflexionar.
Pero es justo la muerte, a menudo vista como un obscuro olvido, que nos permite regresar a nuestra eternidad.
El medio que tenemos es lo más precioso que Dios podía donarnos: Su Hijo, Jesucristo. Él mismo dirá de sí: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). El camino para alcanzar al Padre. Cristo vino para vencer la muerte y a animar a Sus hermanos a regresar al abrazo de Dios. No hay más miedo para aquellos que creen en Él. Es importante tener la meta clara en nuestra mente y en nuestro corazón: el Reino de los Cielos. Nadie, incluso cuando hoy pudiera parecer imposible, podrá robarnos a Jesucristo, ¡Ninguno!
Nuestra vida, por lo tanto, transcurre hacia la verdadera vida, hacia aquella vida que ninguno, ni siquiera la muerte podrá quitarnos. En el Reino de los Cielos, incluso, no tendremos que seguir preocupándonos del transcurso del tiempo y la forma en que lo empleamos; es una vida eterna, inmutable, fija de una vez y para siempre.
He aquí el sentido de nuestra peregrinar terreno, caminar según la Verdad y hacer que cuando el Señor llegue a llamarnos para regresar a él, nos encuentre dignos de recibir el Paraíso. Porque la vida eterna es tanto para aquellos que se salvan como para aquellos que se condenan. En ambos los estados eternos y fijos serán para siempre.
Regresan entonces las palabras de Jesús: “Permanezcan vigilantes porque no saben el día ni la hora” (Mt 25, 13) que nos exhortan a permanecer alertas porque no sabemos en qué momento el Señor nos llamará. Que pueda verdaderamente el Señor, en su venida, encontrarnos trabajando por Él, intentando amar a los otros, encontrarnos resguardando aquello que resguarda Él y Su Iglesia.
Éste es el augurio que todas nosotras, las Misioneras de la Divina Revelación, les hacemos y nos hacemos. No importa cuándo nos llamará, es Él, el Señor del tiempo y de la historia, y, no obstante cuanto está aconteciendo en el mundo, nosotros vivimos con la certeza y la alegría de Hijos que se sienten amados por el Padre Celeste y que saben que nunca nadie podrá quitarnos la verdadera vida, aquella que se consuma en el eterno abrazo de Nuestro Señor. ¡Santo 2015!