En una ciudad como Roma, en la cual la carga de la historia y del arte puede producir, a veces, sentimientos de inadecuación y desorientación, encontramos algunos lugares que abren nuestra existencia a la recuperación de nuestra identidad y de nuestras raíces cristinas.
Abandonemos, por un momento, el bullicioso mundo de las callles y exploremos una experiencia fascinante, de profundidad concreta y unamos ideales, desde el vientre antiguo de la ciudad. Pensemos en la necrópolis vaticana bajo la Basílica de San Pedro y en las Catacumbas de las cuales Roma es tan rica.
Caminando en estos lugares se acoge el aliento de una comunidad entera que es invitada a componer armoniosamente los propios esfuerzos y a realizar un bello “anónimo”, no firmado, captado no del deseo de un artista, sino de un conjunto de creyentes, testimonios de la Belleza, que se sienten pertenecer al mismo horizonte de fe; una iglesia que nos ha legado un conjunto de estupor colectivo y un testimonio de martirio y dedicación.
Desde la edad apostólica, los cristianos se infiltraron como fermento en la masa de la sociedad contemporánea mostrando inmediatamente su identidad específica. Se recuerda la famosa carta a Diogneto dirigida por un cristiano anónimo del Siglo II a un pagano: “los cristianos se distinguen de los otros hombres no por su territorio, no por su lengua ni por sus vestidos. Cada tierra extranjera es una patria para ellos y cada patria es una tierra extranjera. Pasan su vida sobre la tierra, pero son ciudadanos del cielo”.
Ninguna comunidad logra permanecer a sí misma en medio del flujo incesante y rápido de los acontecimientos, si no se congratula con su pasado.
Recordar es un acto precioso del espíritu. Tomar como referencia a nuestra historia, a la historia de tantos cristianos, nos ayuda a comprender nuestro pasado común y a sorprendernos siempre más frente a la evolución lenta, pero constante, de nuestra tradición que nos hace saborear la belleza de nuestra Santa Madre Iglesia, siempre lista a crecer y madurar en el Misterio para el cual fue puesta en movimiento por el mismo Jesucristo.
Y la iglesia es esencial y primariamente una “memoria”: la memoria de su Salvador; una memoria que, permaneciendo siempre viva y apasionada, destaca desde hace dos mil años a lo largo de la historia dispersa y fragmentada de los hombres.
Entremos entonces en el vientre materno de la Iglesia donde dibujaremos la fuente de nuestra historia, historia de martirios, santos, concilios para defender la Verdad, milagros, muchos tesoros que sin embargo fluyen a la única y suma riqueza: la Eucaristía. “Hagan esto en memoria mía”. La Iglesia no logra olvidarse nunca del Esposo que “la ha amado y se ha dado a sí mismo por ella” (Ef 5, 25). Es propio del retorno de nuestra historia que nos volveremos capaces también nosotros, sobre el ejemplo de cuantos nos han precedido, de poner a Jesús en el centro de nuestra vida y de enseñar a cuantos no saben que con Cristo existe un modo digno y superior de vivir también en esta tierra.