La devoción al Sagrado Corazón de Jesús: ¿acto de piedad sólo para las personas simples o para todos?
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús se difunde gracias a las revelaciones privadas hechas por Jesús a Santa Margarita María Alacoque, religiosa del Convento de Paray le Monial, en Francia, y propagada por su confesor, el padre jesuita Claudio la Colombiére (1641-1682). La fiesta del Sagrada Corazón fue celebrada por primera vez en Francia en 1685 y se convierte en universal para toda la Iglesia Católica sólo hasta el 1856, gracias a Pío IX.
En el centenario de la expansión a la Iglesia entera de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Pío XII escribe la encíclica Haurietis aquas (1956). La encíclica tiene una impostación bíblica, a partir del título, que es una cita extraída del libro del profesta Isaías (12, 3: “Con gozo sacarán agua de los manantiales de la salvación”). La Iglesia ha siempre tenido en gran estima el culto al Corazón sacratísimo de Jesús y se ha siempre empeñado a través de cada medio en defenderlo contra los prejuicios y las acusaciones de sentimentalismo. También de parte de algunos católicos, de hecho, puramente animados de un sincero celo por la difusión de la Verdad, se ha considerado superfluo tal culto, adaptado más a las mujeres y a las personas simples que a las personas cultas, en cuanto que es una devoción impregnada más de sentimientos que de “nobles pensamientos y afectos” (Haurietis aquas, nn. 4-7).
La encíclica pone en relieve el significado profundo de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es decir, el amor de Dios, que desde la eternidad ama al mundo y ha dado por ello a su Hijo (Jn 3, 16; cfr. Rom 8, 32). La encíclica del Papa Pío XII funda esta devoción sobre la palabra de Dios, subrayando algunos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento en los cuales viene exaltada la divina caridad hacia los hombres, que habrían encontrado en el Corazón adorable del Divino Redentor el signo más admirable (cfr. Haurietis aquas, n. 15).
Moisés y los profestas, comprendiendo que el fundamento de toda la Ley era fundado en el mandamiento del amor, han descrito todas las relaciones existentes entre Dios y su pueblo, recorriendo las similitudes tratadas por el recíproco amor entre padre e hijo o del amor entre los cónyuges, más. Haurietis aquas que representarlos con imágenes severas inspiradas en el supremo dominio de Dios (cfr, n. 16). Cómo olvidar las bellísimas expresiones inspiradas de Moisés en el cántico de liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto: “Como un águila que despierta su nidada, que revolotea sobre sus polluelos, extendió sus alas y los tomó, los llevó sobre su plumaje” (Dt 32, 11). Cómo no conmoverse de frente a las apasionadas palabras de Dios sobre su pueblo, reportadas por el profeta Oseas: “Amaba yo a Israel cuando era un niño y a mi hijo de Egipto había llamado. Cuanto más los llamaba, tanto más ellos se apartaban; a los Baales sacrificaban y ofrecían sacrificios a imágenes grabadas. Y yo había enseñado a Efraím a andar, llevándolo de la mano; mas no se dieron cuenta de que yo los curaba. Los jalé con cuerdas de hombre, con lazos de amor; para ellos fui como los que quitan de las quijadas el yugo; y los alimentaba con bondad.” (Os 11, 1, 3-4). Y qué amor brilla por las maravillosas palabras del profeta Isaías: “Sión ha dicho: “El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado”. ¿Se olvida una mujer a su niño, sin conmoverse, por el hijo de sus entrañas? Aunque esta mujer se olvidara, yo en vez no te olvidaría jamás!” (Is 49, 14-15).
Este tiernísmo, indulgente y excelso amor de Dios que, pudiendo desdeñarnos por las repetidas infidelidades de su pueblo, no alcanza nunca a repudiarlo definitivamente, fue preluido de aquella ardorosa caridad que el Redentor prometió verter de su amantísimo Corazón a todos y que se convertiría en el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza (cfr. Haurietis aquas, n. 18). No nos queda duda de que Jesucristo, a través de la Encarnación, poseyó un verdadero cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, y es verdadero que Él fue provisto de un corazón verdadero, en todo igual al nuestro, capaz de palpitar de amor y de cualquier afecto sensible (cfr. Haurietis aquas, 25).
El Verbo de Dios ha asumido una verdadera y perfecta naturaleza humana y se ha plasmado y modelado un corazón de carne que, no menos que el de nosotros, fuese capaz de sufrir y de ser traspasado, en vista de la redención humana que realizaría con su pasión y Cruz, manifestándonos en tal modo su amor infinito (cfr. Haurietis aquas, 27).
Mediante la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido a cada hombre: ha trabajado con manos de hombre, ha pensado con mente de hombre, ha actuado con voluntad de hombre, ha amado con corazón de hombre y es por esto que está en grado de hacerse cercano a cada una de nuestras situaciones.
Corazón de Jesús, generoso con todos los que te invocan, ¡ten piedad de nosotros!