Queridos amigos:
Como cada año festejamos la fiesta de la Asunción de María Santísima al Cielo. Reunámonos en este día de fiesta en torno a María, justo como hicieron los apóstoles.
La hora de pasar a la casa del Padre también le llegó a ella. No hay creatura sobre la tierra que alla colaborado más con el Señor en modo tan admirable. María es la llena de gracia, el templo santo en el que Dios ha encontrado Su morada entre los hombres. María, junto a su gloriosísimo esposo, José, han crecido en su modesta casa al Hijo de Dios, Aquél que se preparaba a volverse con los hechos, en el Redentor de la humanidad.
Es indudable que esta mujer desde siempre haya sabido que su hijo fuera especial, que procedía de Dios y que, en un cierto modo, no era suyo. Pensemos al observar las palabras de Jesús cuando reencotrado en el templo dijo a sus padres: “¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo cumplir la voluntad de mi Padre?” (Lc 2, 49). Pero María no ha tenido miedo de esto, ha renovado día tras día su FIAT al Señor, también cuando, al pie de la cruz, veía morir a su Hijo.
Pero nuestra querida madre fue recompensada de tanta fidelidad y abandono en Dios. Una vez encomendada al apóstol Juan por parte de Jesús para que “la llevara a su casa” (Jn 19, 27), seguramente María habrá continuado a animar, socorrer y soportar a los primeros cristianos en su misión y en su fe.
Y hela ahora serena, al final de su vida terrena, recostada sobre un tálamo, consciene que en poco tiempo ser iría de este mundo. He aquí aquellos ojos en que tantas veces el Hijo de Dios se había reflejado, aquellos ojos que habían amado a todos, aquellos ojos que habían visto morir a Jesús y que ahora, esperan sólo dejar este mundo.
María espera a Jesús para irse con Él y entrar en la gloria del Cielo. Y, finalmente, como diría la esposa del cántico “¡Aquí está mi amado!” (Ct 2, 8). María se duerme y frente a los ojos de quienes la cuidaban, bella como siempre y màs que siempre, es llevada al Cielo con Su Hijo.
Ahora es Jesús, su Hijo, quien la tiene estrechada entre Sus brazos, para introducirla a la casa del Padre. ¡Gran alegría en el Paraíso por tan preciosa llegada! Y ahora, finalmente en su patria eterna, María es coronada Reina del universo y Madre de la Iglesia. Desde allá arriba, María, tú reinas y vigilas a la Santa Iglesia y a todos nosotros.
Todos nosotros nos confiamos a tu protección. Ayúdanos cual gran Maestra a preparar en nuestro corazón una digna morada al tu Hijo y guíanos siempre en nuestro camino, a fin de que también nosotros podamos alcanzar a contemplar y gozar la “beata pacis visio”.