Este es el mensaje que la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, hace resonar en la Iglesia. La Iglesia, esposa de Cristo y madre de todos quienes esperan en Él, en su Sabiduría hace recordar a todos los cristianos sobre la supremacía absoluta de Jesús.
Nuestro divino Salvador, de hecho, por el gran amor que tiene a los hombres decidió entrar en la historia y vivir la condición humana en modo de poder colmar con Su muerte y Resurrección aquel abismo de separación que el pecado había abierto entre Dios y el hombre. Él, nuevo Abraham, ha también abrazado totalmente la condición humana habiendo asumido un cuerpo y un alma humanos en modo de poder salvarlos a ambos en el momento de Su muerte. ¡He aquí la grandeza de nuestro Rey!! Él, Verbo encarnado, era el único que podía salvarnos del pecado y de la muerte y es justo sobre la Cruz, cuando Jesús expira, que la muerte, lista para envolverlo en las tinieblas, es derrotada, porque Él, el Hijo de Dios, la supera enormemente. Él, de hecho, resurge, arranca la vida de la muerte y pone al demonio un límite: “Cualquiera que invoque el nombre del Señor será salvado” (Rom 10, 13).
Con mayor razón nosotros debemos vivir siempre conscientes de haber sido redimidos a un precio muy alto, con la sangre de Cristo, que quiso morir de una forma tan dolorosa incluso por salvar una sola alma. Pensemos por unos instantes el gran amor que Él nos tiene y el extremo valor que nuestra alma tiene ante sus ojos. Jamás nadie podrá amarnos tan plenamente como Dios, jamás ninguno cuidará de nosotros como lo ha hecho Dios y jamás ninguno gozará tan desbordantemente de vernos en sus brazos como Dios. Los caminos del Paraíso, gracias al sacrificio de Cristo, fueron abiertos. Corresponde ahora al hombre recorrerlos para reencontrarse nuevamente en casa después del exilio terreno. Este camino aún no está libre de obstáculos. El demonio no deja nunca de intentar arrancarnos de la via de la bondad que conduce al Sumo Bien, el Señor. Es por eso que cada uno de nosotros es llamado constantemente a elegir aquello que más lo acerca a Cristo y aquello que más lo hace caminar hacia la meta eterna. Esto no es simplemente por cualquier razón “de frente al encuentro con Cristo”, sino porque sólo caminar eligiendo el bien convierte al hombre en verdaderamente hombre. Solo el Bien es capaz de hacer crecer y dilatar al ser humano. El camino por el Reino de los Cielos es por lo tanto el bien para nosotros. En este camino no estamos solos. Tenemos a la Iglesia, nuestra madre, que nos guía en la tempestad del tiempo y que nos dona la gracia de los Sacramentos. No nos comportemos como ciegos, como si no necesitáramos de nadie en esta vida. El hombre es relación y todavía más, es relación con su Creador. Abramos nuestro corazón y dejemos que la gracia entre en nosotros para transformarnos siempre más plenamente hombres y dependientes de Dios.
Esté, pues, nuestro corazón en este día lleno hasta los bordes de gozo por el gran redentor que nos ha salvado. Por eso dirijamos a Él nuestra invocación. Reconozcámoslo como Dios y Señor, como el único digno de adoración y como el sentido de nuestra vida misma. Vivimos hoy en un mundo en el que es siempre más clara la dificultad de ser cristianos pero un cristiano no vacila en decir que Cristo es el Rey, pero no sólo que Cristo es Su Rey, sino que Cristo es el Rey del Universo, de la historia, del tiempo y de todo aquello que es creado, visible o invisible. El y sólo Él es el Señor de los Señores y nosotros cristianos nos gloriamos de proclamarlo solemnemente en esta fiesta, el centro y fin de cada una de nuestras acciones y todavía más, de nuestra existencia como seres humanos.
Unámonos pues a la oración de la Iglesia que, a través de la Liturgia, proclama solemnemente: “Christus vincit! Christus regnat! Christus impera!”.