“Una sola cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida” (Sal 26,4)
En este año 2021, que marca el 20 aniversario de nuestra aprobación, queremos dedicar el artículo del 12 de abril, aniversario de la aparición de la Virgen de la Revelación, a Ella, a la Bella Señora de las Tres Fuentes, para expresarle, como sus hijas devotas todo nuestro amor y toda nuestra gratitud.
A menudo, cuando la comunidad se reúne, nos sorprendemos cómo el Señor nos ha traído aquí, en Roma, para ser parte de las Misioneras de la Divina Revelación y cómo, desde los lugares más diversos, nos ha reunido para llevar a cabo esta misión. Y así, sonriendo, pensamos en la fantasía del Espíritu Santo, que nos ha conducido a esta obra desde los sitios más varios: quien ha sido llamada por el Señor desde las filas de un coro profesional, quien, de abogada, quien, entre los directores de los bancos más importantes de Londres, quien entre los militares o incluso quien entre pupitres escolares. Luego están las que han dejado las playas tropicales de Brasil o las montañas nevadas de los Alpes italianos para venir aquí, a Roma, en el corazón de la Iglesia, el centro de la “romanidad”, para seguir al Señor que las llamó. Por no hablar de aquellas, en fin, ya muchas, que ni siquiera habían nacido en este importante 12 de abril de 1947 y que, en el momento de la aprobación de las Misioneras de la Divina Revelación, eran poco más que niñas, completamente inconscientes del plan futuro de Dios para ellas. Sin embargo, mientras nacimos, crecimos, trabajamos y nos sumergimos en mil y más cosas, la Santísima Virgen trabajó y preparó nuestra gran y hermosa familia y esto fue posible también gracias a la dedicación y al amor de tantas almas generosas llamadas antes que nosotras, a las cuales va nuestra eterna gratitud.
Bueno, sí. Estamos todas tan unidas, pero tan diferentes. Pero, en el camino que nos llevó al convento todas estábamos en busca del sentido de nuestra vida, de la verdad de nuestra existencia y de las raíces de nuestra fe. Una búsqueda iluminada por el amor a la Palabra de Dios, por la asistencia a los Sacramentos, por la confianza afectuosa a María Santísima y por la Iglesia. Cuando comprendimos que el Señor nos llamaba a la vida consagrada y que Él sería la Verdad de nuestra vida, el centro de nuestra existencia y el sentido de nuestro camino terrenal inmediatamente nació en nosotras el profundo deseo de anunciarlo a los hombres, de defenderlo y de hacerlo amar por todos. ¿Pero cómo hacerlo, prácticamente?
Y es así como, a cada una de nosotras, aunque de diferente manera, las palabras de la Virgen de la Revelación nos iluminaron como un rayo: “Sean misioneros de la Palabra de Verdad”. Ser misioneras de esa Verdad que es su Hijo, de la Verdad de la Iglesia y de toda la Verdad de la Divina Revelación. Y es así como, siguiendo el ejemplo de nuestra Santísima Madre, también nosotras dijimos, cada una en su tiempo, nuestro “sí” a la voluntad de Dios, dejándonos llevar por la Divina Providencia a esta familia religiosa de las Misioneras de la Divina Revelación.
Después de haber cruzado para siempre la puerta del convento, comprendimos que nuestro corazón había encontrado la paz, había encontrado un hogar. Una casa querida por nuestro Señor, en honor a María Santísima, Virgen de la Revelación y acogida y aprobada por la Santa Madre Iglesia. ¿Qué más podemos decir en acción de gracias por estos veinte años de vida consagrada? Solo una oración que brota del corazón:
Oh, Señor, te pedí la Vida y tú me la concediste. El resto es un plus. El plus de la gracia y del amor con el que indignamente, cada día, nos embriagas.
Tu eres el Camino, la Verdad y la Vida,
nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Amén.