nuestra devoción a María
El mes de mayo es el mes mariano por excelencia, lleno de recuerdos y fiestas de la Santísima Virgen. Es un tiempo en el que las peregrinaciones a los santuarios son frecuentes y hay un fuerte deseo de rezar a la Virgen de manera especial. Es también el mes en el que, en plena primavera y en el florecimiento de las flores, se conserva el sabor de los rituales de amor que, como las cuentas de un Rosario, alternan devoción, alabanza, peregrinación y oración. Pero, cada uno de nosotros, en el mes dedicado a María, teje con ella un vínculo aún más profundo, casi visceral, y esto simplemente porque cuando volvemos la mirada hacia la que Dios ha elegido para nosotros como Madre, reconocemos en ella la mujer perfecta, la discípula ejemplar, que nos da la clave para entender cómo vivir en el mundo. María es la elegida por Dios, totalmente abierta a su Creador, que confía en lo que hace en su vida sin comprender plenamente el proyecto de Dios sobre Ella. Y es a María Santísima, Virgen de la Revelación, a la que nosotras miramos, reconociendo en Ella el modelo sobre el cual conformar nuestra vida consagrada: Ella es el icono de nuestro carisma.
María es para nosotras Maestra y guía en la vocación, porque ella es íntimamente unida al Hijo y asociada a su sacrificio redentor: es, por voluntad de Dios, Madre de toda la humanidad. Nosotras, conscientes de que la llamada a la misión nos la da el Hijo para anunciar el Evangelio, confiamos nuestro camino, nuestro apostolado a María, para que ella pueda guiar nuestros pasos a vivir nuestra misión.
El corazón de nuestra vida misionera toma forma a partir de la belleza de la imagen que nos regaló la Virgen de la Revelación al aparecer en las Tres Fuentes. María, envuelta en su manto verde, con un pie inclinado hacia adelante, lista para partir y con el libro de la Sagrada Escritura en el corazón, nos dirige el llamado a ser: “Misioneras de la Palabra de la Verdad”. Ella invita a cada uno a guardar y meditar la Palabra de Dios en el corazón y, siguiendo su ejemplo, a hablar y pensar con la Palabra de Dios, haciéndola crecer en el corazón y conformando cada vez más los pensamientos a los de Dios.
Los Evangelios nos dicen que, tras el anuncio del arcángel Gabriel y al comienzo de su embarazo, inmediatamente María se pone en camino hacia una región montañosa para llegar a una ciudad de Judea (Lc 1, 39), donde vivía su prima Isabel, que estaba a punto de dar a luz a un niño. María es, por tanto, la “primera misionera” y hace que Jesús realice su “primer viaje misionero” en su seno por las calles de Judea, anticipando a la que será, con el tiempo, la misión de la Iglesia y de nuestra comunidad religiosa. Ahora es María quien conduce al Hijo en su vientre; aquel Hijo que de adulto estará siempre “en el camino” y no tendrá ni siquiera dónde recostar la cabeza (cf. Mt 8,20 y Lc 9,58). Es bueno recordar que el evangelista Lucas agrega, en su Evangelio, algunos detalles del camino de María. Nos dice que caminaba con celo y solicitud, rápidamente, porque la empujaba un movimiento interior que denota un compromiso serio: María camina rápido, acercándose a la meta, sin distraerse. No es la ansiedad lo que la impulsa, no es la prisa dispersa y distraída, sino la urgencia del Reino y el deseo misionero de anunciar el cumplimiento de las promesas. Y este amor ardiente por el anuncio nos empuja a caminar y a iluminar el corazón del mundo en el conocimiento y en el amor de los Tres Blancos Amores, haciendo resonar en nuestro corazón en cada momento la disponibilidad de su fiat: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”.
Nosotras, Misioneras de la Divina Revelación, encontramos la fuerza para el apostolado en la contemplación del misterio de Cristo, seguras de que sólo quienes han contemplado este misterio en la oración puede comunicarlo a los demás con convicción. Se basa en la expresión clásica de: Contemplata alis tradere, dar a los demás lo que antes se ha contemplado en la oración.
Nuestra devoción al Inmaculado Corazón de María nos urge a contemplar a la vida de Cristo en el rezo del Santo Rosario, donde una vez más resuenan sus dulces palabras de Madre: «Nunca dejen el Santo Rosario». El Rosario, devoción antigua, es la urna en la que se encierra todo su amor: María nos toma en sus brazos, misterio por misterio, y nos acompaña en la vida de Jesús para que quede grabada la vida de su Hijo en nuestros corazones. El don que nos da la Virgen en el Santo Rosario es hacernos meditar sobre todo el Evangelio haciéndolo entrar en nuestro corazón.
Por eso nosotras, como Misioneras, no podemos prescindir del Santo Rosario; necesitamos una Madre que nos tome en sus brazos y nos enseñe a vivir contemplando exactamente esos misterios. María con el Santo Rosario nos enseña la vida, la vida verdadera, la de Cristo, asegurándose de que también nosotras empecemos a amoldar nuestra vida a la del Hijo. Nosotras misioneras, “en todo recurrimos a ella, sabiendo que sin ella no podemos tener a Jesús y su Espíritu, de quien María es siempre la Esposa fiel, fecunda e inseparable” (Regla de Vida n.9).
María Madre de la Iglesia, Virgen de la Revelación, ruega por nosotros.