En este mes de julio, tras la serie de artículos por nuestro vigésimo aniversario, queremos detenernos en la forma en que los Tres Blancos Amores - la Eucaristía, la Inmaculada Concepción y el Papa - están presentes en la vida de las MDR.
“La verdadera Iglesia de mi hijo está fundada sobre los Tres Blancos Amores: la Eucaristía, la Inmaculada y el Santo Padre”.
Estas son las palabras de la Virgen de la Revelación que muchas veces repetimos. Y así como la verdadera Iglesia de Jesús se basa en estos tres pilares, también nuestra comunidad hace de estos tres puntos blancos el centro y el corazón de su misión.
El primer blanco amor es la Santísima Eucaristía. Cada uno de nuestros días está bendecido por el encuentro con el Señor en la Sagrada Comunión, que es el centro de nuestra vida y de nuestra consagración religiosa. Todos los días nos preparamos para recibir a Jesús Eucaristía con la profunda convicción de que en nuestra vida, en la vida de la comunidad y de la Iglesia, todo parte del altar y todo confluye en el altar (Regla de Vida n.106). El viernes, la acción de gracias después de recibir la Sagrada Comunión continúa hasta las vísperas con la Adoración Eucarística en un día de mayor cercanía al Señor Jesús. El encuentro con Jesús en la Comunión se prolonga también con frecuentes visitas al Santísimo Sacramento que hacemos durante del día. La habitual y continua alternancia de muchas “monjas vestidas de verde” entre los bancos de nuestra capilla crea una red de oración comunitaria que, como una ola, va y viene del Sagrario y que quiere presentar a todos al Corazón Eucarístico de Jesús. Es así que, como tantas madres hacen por sus hijos, tejemos esa red de oración por tantas almas que llaman a la puerta de nuestro corazón. Además de las visitas al Santísimo Sacramento, cada una de nosotras tiene, como exige la Regla de Vida, un tiempo de meditación personal realizado a la sombra silenciosa de la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar. De hecho, sólo la dulce y sustancial presencia divina es la fuente de la que se mueve todo crecimiento espiritual y toda misión hacia nuestros hermanos. Es en este “corazón a corazón” que, como mujeres consagradas, entregamos al Señor, nuestro Rey, todo lo que somos, pidiendo siempre al Maestro amado que cumpla en nosotras lo que comenzó llamándonos a la vida religiosa.
El segundo blanco amor, la Inmaculada Concepción es un faro y baluarte perenne sobre el que cada misionera configura su vida como mujer consagrada y madre espiritual. El ejemplo del Fiat de María, que manifiesta al ángel la aceptación de los designios divinos, es para nosotras un motivo diario para acoger la voluntad de Dios en las cosas pequeñas y grandes de la vida y un estímulo para entregarnos siempre y de nuevo al Señor dilatato corde – con corazón abierto-, sabiendo que sin ella no se puede tener a Jesús y a su Espíritu de quien ella es siempre la esposa fiel, fecunda e inseparable.
Esta cercanía a Dios también hace que María esté muy cerca de los hombres y de sus necesidades espirituales y materiales. Entonces ella se convierte en Madre de todo consuelo y ayuda, Madre de misericordia que apoya, anima, amonesta y perdona; comparte el sufrimiento y el amor, las alegrías y las derrotas con sus hijos, sobre todo, acompañándolos en el camino hacia Dios, los hace capaces de acoger la radicalidad de lo que los ojos de Cristo piden a la vida de cada hombre. Siguiendo el ejemplo de esta Madre, pues, también nosotras consagradas, en las que conviven la virginidad y la maternidad, recemos para aprender a ser el vientre de tantas almas que llaman a la puerta de nuestro Sí, que esperan en el umbral de nuestro orar y esperan a un rostro, a un sentido, a una palabra a un perdón. Sin saberlo, o quizás sí, siempre lo esperan a Él, al Señor Jesucristo.
Después de la Santísima Eucaristía y de María Inmaculada, el tercer blanco amor, como lo llamó la Virgen de la Revelación el 12 de abril de 1947, es el Papa, tercer pilar de la fe católica. “Cabeza del Colegio de Obispos, Vicario de Cristo y Pastor aquí en la tierra de la Iglesia universal” (CIC, can. 331), el Santo Padre está investido por Jesús mismo de un poder supremo, en virtud del cual sostiene y dirige las almas en el camino hacia la vida eterna. El tercer blanco amor señalado por la Virgen de la Revelación está fuertemente radicado en nuestro carisma que se consuma, en todos los sentidos, para amar y hacer amar a la Iglesia. Sin ella no tenemos a Cristo. Esto solo bastaría para defender y amar a la Santa Madre Iglesia. Además, para dar a conocer los elementos fundamentales que la constituyen, en un mundo cada vez más alejado de la fe, profundizamos los documentos del Magisterio, de la Tradición y del Sumo Pontífice, difundiéndolos y presentándolos a los fieles. Por esto, utilicemos todos los medios que la Providencia pone a nuestra disposición, intentando dar voz al esplendor del que es guardiana la Iglesia y dar a conocer a los fieles la profunda belleza de la plena romanidad. Además, conscientes de la delicada misión confiada al Papa, todos los días presentamos al Señor nuestras oraciones por él, para que el Espíritu Santo lo guíe e ilumine en la delicada tarea de pastorear las ovejas del Señor hasta su venida.
Por tanto, podríamos resumir nuestro carisma de la siguiente manera: desde la Eucaristía, por María, en la Iglesia. Todo parte del altar y vuelve al altar. Todo pasa por María Inmaculada, guardiana y misionera de la Revelación y todo nos llega a través de la Iglesia, donde el gran misterio de la Salvación camina en el tiempo. Y nosotras también, en nuestro pequeño camino, firmemente incardinadas en los Tres Blancos Amores, caminamos en nuestra misión seguras de que, a pesar de las olas del tiempo, la barca de la Iglesia permanecerá a flote porque Cristo está a la cabeza.