Siempre es muy agradable hablar de nuestra Fundadora y recordar los diversos aspectos de su vida. Hoy queremos centrarnos en su amor apasionado por la Palabra de Dios.
Cuando conocí a Madre Prisca, inmediatamente me llamó la atención esta característica suya y sobre todo su capacidad de hablar y responder con la Palabra de Dios. Ella nunca cumplió su palabra, en sus labios resonó siempre la Palabra del Señor. Se podía ver que tenía un gran amor por las Sagradas Escrituras incluso por la forma sencilla en que las tomaba en sus manos, con tanto respeto y reverencia. Cada día comenzaba la jornada recitando el “Miserere” (Salmo 50) y el capítulo 9 del libro de la Sabiduría, pidiendo, como el rey Salomón, el don de la Sabiduría de Dios, porque era consciente, por un lado, de su poca educación y pequeñez, por otro lado, la responsabilidad a la que el Señor la había llamado como mujer consagrada y como fundadora. Le gustó mucho este versículo: “Dios ha elegido lo que el mundo considera necio para avergonzar a los sabios, y ha tomado lo que es débil en este mundo para confundir lo que es fuerte. Dios ha elegido lo que es común y despreciado en este mundo, lo que es nada, para reducir a la nada lo que es. Y así ningún mortal podrá alabarse a sí mismo ante Dios” (1 Cor 1, 27-29). Lo repetía muchas veces para consolarse y fortalecerse en la misión que desempeñaba.
Cuando leía la Palabra de Dios, se sumergía en ella y meditaba en ella tan profundamente que se hacía una con ella, hasta el punto de que la Palabra de Dios se había convertido en su palabra, siguiendo el ejemplo de la Virgen María, a quien amaba tanto, que custodia “todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19) y quien “habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se hace suya y su palabra nace de la Palabra de Dios” (Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 41). Ciertamente tenía poca educación, tanto que le encantaba llamarse “la asna del Señor”, en referencia al asno del profeta Balaam (ver Núm 22, 22-35), pero todos la buscaban para pedirle un consejo, buscar una palabra de consuelo o de aliento y respondía a todos con esa Sabiduría divina contenida en la Sagrada Escritura, fruto de la relación íntima con el Señor.
Cuando hacía su catequesis y leía la Biblia, que explicaba con gran claridad y sencillez, transmitía su gran amor por la Palabra de Dios, leyéndola con devoción y, al mismo tiempo, con fuerza y mucha fe, como si quería hacerla penetrar en los corazones de quienes lo escuchaban, y le entristecía profundamente observar a veces la dureza de corazón de quienes lo escuchaban, porque de este modo ponían un obstáculo a la aceptación de la Palabra.
Damos gracias al Señor por haber puesto en nuestro camino a una mujer tan pequeña, pero a la vez tan grande y recemos para que sepamos imitarla cada vez más en su humildad y amor apasionado por la Palabra de Dios, custodiándola en nuestro corazón para donarla a los demás.
Dios nos bendiga
Y la Virgen nos proteja
Las Misioneras de la Divina Revelación