Así San Juan Damasceno, que se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de los otros privilegios suyos, exclama con vigorosa elocuencia: «Era necesario que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios» (cfr. Papa Pio XII, Const. apost. Munificentissimus Deus, 1 de noviembre de 1950).
Con tigo nos alegramos, oh Virgen elegida, de los honores que los Ángeles hicieron a tu cuerpo, cantando himnos de alabanza y gloria a ese arca adorable en la que se encarnó el Verbo eterno. Mantenganos siempre puros y castos para que podamos disfrutar de la compañía de los Ángeles en el Cielo.
Ave María.
Preghiamo.
Dios todopoderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a los cielos
a la inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo, concédenos, te rogamos,
que aspirando siempre a las realidades divinas lleguemos a participar con ella
de su misma gloria en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo.
Amen.