Dichosos ustedes cuando la gente los insulte o los maltrate o cuando por causa mía los ataquen con toda clase de mentiras. Alégrense y salten de gozo porque grande será su recompensa en los cielos.
(Mt 5, 11-12)
Jesucrito lo sabía, ya sabía que seríamos perseguidos por causa suya y por ello ya nos ha enviado su consuelo: “grande es la recompensa en los cielos”. Imaginemos cuál fuente de esperanza puedan ser estas palabras de Jesús hoy para los cristianos de Siria, de Egipto, de Irak, de Nigeria…
Escuchamos continuamente noticias de tragedias a causa del credo no islámico: mujeres abusadas, iglesias destruidas, sacerdotes muertos junto a todos aquellos fieles que no reniegan el propio credo. Nos viene espontáneo preguntar: “¿Qué Dios puede querer esta carnicería? ¿Qué Dios puede ser aceptado por una persona que tiene el cuchillo apuntando a la garganta? ¡Bah! Esto no es Dios, es sólo el hombre.
En el mundo contemporáeno se habla mucho de libertad y de derechos, sin embargo, a todos nosotros se nos olvida que la primera libertad que tenemos nos es dada por Dios. Cada uno de nosotros puede decir “No” a Dios; y es justo lo opuesto a este “no” que transforma nuestro verdadero Si en fuerte y libre.
Esta es la grandeza de Dios: amarnos tanto que respeta nuestra libertad hasta el punto de rechazarlo. Dios nos ama, Dios es amor, no es un déspota que quiere poner de rodillas a sus pies a todo el mundo sin interesarse mínimamente en la sinceridad de la fe. No se trata de reclutar al mayor número de hombres y de mujeres cuando en medio está Dios. A Dios le basta una “semilla de mostaza”.
Llenos de amargura contemplamos a hombres y mujeres forzados a huir por el nombre de Cristo. Los llaman “Nazarenos”, pintan en las casas de los católicos la letra “N” del alfabeto arabo y los persiguen por aquel Credo que nosotros, en vez, “nos gloriamos en profesar”.
A los cristianos que a cada minuto arriesgan la vida enviamos no sólo toda nuestra solidaridad, como algunos slogans se escuchan con el deber de afirmar, a ellos enviamos todas nuestras oraciones, nuestros mortificaciones, nuestros sacrificios, el ofrecimiento de la Santa Misa en la que ya algunos de ellos no pueden participar.
Esta es comunión eclesial. Esto es respirar comunitariamente con el gran pulmón de la Iglesia. Esto significa ser hermanos, gratos al Señor por el don de la vida y por el regalo de Su Hijo, Cristo Jesús que, haciéndose hombre ha dado Su Vida por nosotros.
Ésta es la pretensión cristiana: reconocer en el hombre de Jesús de Nazareth al Hijo de Dios que vino a revelarnos los misterios de amor del Padre. No tenemos sólo palabras de profetas e intermediarios, sino tenemos la palabra de Dios. He aquí la base sólida de nuestr fe. Y es justo esto que fue y será de lo más odiado de nuestra religión, es el escándalo del cristianismo, porque es incomprensible pensar en un Dios que se hace hombre e incomprensible también para nosotros, pero es un Misterio del Amor del Padre.
Movámonos también nosotros cristianos que vivimos todavía en la libertad de religión y corramos aquel velo de banalidad de la cual nuestra estéril imaginación ha revestido a Cristo. Él vive, se mueve, habla, no se da reposo, se manifiesta en éste y en un otro modo y nos revela, de secreto en secreto, todo aquello que vive escondido en su humanidad (R.H. Benson).
No nos amedrentemos sino tengamos siempre presente que “de la sangre de los mártires nacen nuevos cristianos” (Tertuliano) y preparémonos a defender nuestra fe.
Estudiemos, profundicemos en nuestra fe, aprendamos a rezar, a meditar, a poder transformar cada día en una continua alabanza a Dios. Estamos viviendo unos tiempos en los que ser cristianos es un peligro, debemos estar preparados. No importa el número, importa la fe. Por lo tanto, o aquí o en el cielo nos serán pedidas cuentas de nuestro credo. En juego está siempre nuestra vida; la vida terrena aquí o la vida eterna frente a nuestro Señor. Escoja.
Porque quien quiera salvar la propia vida, la perderá; pero quien pierda su vida por causa mía, la encontrará.
¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo entero si pierde su propia alma?
(Mt 16, 25-26)