Cada veinticinco años el Papa proclama un momento especial de gracia para toda la Iglesia: el Jubileo. De tradición bíblica, fue institucionalizada por el Papa Bonifacio VIII con carácter centenario.
Ya en el segundo Año Santo, el Papa Clemente VI estableció que el Jubileo ya no se celebraría cada cien años, sino cada cincuenta, según la costumbre judía (cf. Lv 25, 8-13). Así, a lo largo de los siglos, se fueron alternando intervalos de tiempo más cortos entre un Jubileo y otro: Urbano VI, por ejemplo, redujo el intervalo entre Años Santos a treinta y tres años. La decisión fue llevada adelante por sus sucesores, Martín V y Nicolás V.
Sin embargo, fue el Papa Pablo II quien revirtió el plan al establecer que la cadencia del Jubileo sería cada veinticinco años. El motivo de la decisión es muy simple: la preocupación por cada creyente. En la Bula de convocación Ineffabilis Providentia el Santo Padre escribió que «la fragilidad humana y la brevedad de la vida» lo habían llevado a esta elección. Nadie debía ser excluido de la experiencia del Jubileo y de la posibilidad de recibir indulgencias. Al menos una vez en la vida era necesario haber tenido la oportunidad de participar en el Jubileo y dejar veinticinco años entre un Año Santo y el siguiente favorecía esta posibilidad.
Cada Año Santo es una ocasión de nueva vida y una expresión de la misericordia divina. Una misericordia que se ofrece a través de la Iglesia a todos aquellos que deseen recibirla. A la sombra de las maravillas de Roma, se cumple la promesa de Cristo que va al encuentro de cada hombre y de cada mujer hasta el final:
«yo les doy vida eterna. nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.»
(Jn 10,28)