Fray Giovanni da Fiesole (Vicchio 1395 – Roma, 1455), conocido como Beato Angélico, fue un fraile dominico y pintor. El Vasari en su obra “Las Vidas de los pintores más excelentes, escultores y arquitectos” del siglo XVI, lo describe como ‹‹modesto y muy humilde, excelente religioso, pintor e iluminador››. En el corazón de fray Giovani radica la enseñanza de Santo Tomás de Aquino: “contempla y enseña a otros”, contemplar y transmitir a los demás lo que se ha contemplado; esta enseñanza fray Giovani la puso en práctica, no con la predicación, sino con su trabajo como pintor. Cada una de sus pinturas se convierte en un “sermón pintado”, porque pintaba solo después de ‹‹haber rezado›› porque ‹‹quien hace las cosas de Cristo, debe estar siempre con Cristo››.
Guiados por la “meditación pintada” de Beato Angélico, con ojos admirados meditamos el misterio del descenso de Jesús al infierno. Entramos en la celda 31, del convento de San Marco en Florencia, la celda destinada a los hermanos laicos.
Esta celda se coloca fuera de la clausura de los frailes, idealmente es el espacio que dispone el corazón del hermano al salir del silencio de la meditación, para entrar en el mundo exterior, donde todo es frenesí y ruido. Antes de volver a entrar en la vida activa, es bueno contemplar el misterio de Cristo que baja al infierno, y que recordaba a los frailes el “memento morí”, es decir la meditación sobre la última hora, que impulsa a cumplir siempre las buenas obras de la caridad para prepararse para la hora decisiva de la muerte, que sellaría la beatitud o la condenación eterna del alma.
Describamos el fresco: el inframundo se representa como una caverna profunda y espantosa, no se trata propiamente del infierno, sino un lugar donde las almas de los justos, que vivieron antes de la venida de Cristo, están oprimidos de la muerte, por falta de la amistad de Dios.
Jesús irrumpe en la cueva tenebrosa y una gran luz impregna aquella oscuridad. La luz se emana del cuerpo glorioso de Cristo, sus ropas son blancas y brillantes, pero se pueden ver las marcas de los clavos sus pies y sus manos. Vuela sobre las nubes, sostiene en su mano la bandera victoriosa de la Cruz, irrumpe la puerta del inframundo y un demonio permanece aplastado debajo de ella, mientras que otros demonios asustados buscan esconderse.
Un anciano, vestido con una túnica brillante, levanta sus manos hacia Cristo, a quien extiende su mano derecha; se trata de Abraham, quien guía una gran fila de almas. Detrás del gran patriarca, más opaco y oscuro, vestido túnica de pieles, reconocemos a Adán y Eva que, con sus manos unidas en oración, también esperan la salvación.
La fila, marcada por halos luminosos, representa a todos el pueblo de Dios que esperan la redención. Son aquellos que han vivido y muerto en la fe, incluso sin haber conseguido en vida el Bien prometido, es decir Jesús Redentor.
Abraham es el padre en la fe, ofreció en sacrificio a Dios, su único hijo Isaac, porque “pensaba de hecho que Dios podía resucitar también de entre los muertos”. (Hebreos 11,19).