También este año el camino cuaresmal se ve interrumpido por la gran solemnidad en honor del santo más poderoso y humilde de la Iglesia: San José. Resuena, en la celebración de este día, el recuerdo del Papa Gregorio XV que, en el 1621, declaro el 19 marzo fiesta de precepto. El evangelista Mateo da mayor resalto al padre putativo de Jesús, subrayando que, a través de él, Jesús fue incluido legalmente en el linaje davídico y así se cumplieron las Escrituras en las que se profetizaba el Mesías como hijo de David. Ciertamente, el papel de José no puede reducirse a este aspecto jurídico; él es modelo del hombre “justo”, cuya ley, sin embargo, no es una suma de prescripciones y prohibiciones, una simple observancia de reglas, sino que se presenta como una palabra de amor, una invitación al diálogo. La vida de San José es entrar en este diálogo y encontrar el detrás de las reglas y en las reglas el amor de Dios. Un hombre obediente, por tanto, que entrega su vida a un proyecto que lo trasciende, que acoge integralmente una obra que es iniciativa de Dios tomando cuidando de las personas que le ha sido confiadas: permanece junto a María como marido fiel y protege y defiende a ese niño como figura paterna responsable.
El 8 de diciembre de 2020, solemnidad de la Inmaculada Concepción, el Papa Francisco, siguiendo un camino ya trazado por sus predecesores, dona al pueblo de Dios la Patris Corde, carta apostólica dedicada a la gran figura de San José. El Papa se dirige a este Santo como una de las figuras más decisivas a quien admirar, quizás simplemente porque cada vez que nos encontramos con su extraordinaria y poderosa presencia en el Evangelio, siempre lo encontramos en situaciones difíciles, donde nos damos cuenta de que su persona marca la diferencia en la adversidad: «La confianza del pueblo en San José se resume en la expresión “Ite ad Joseph” como descendiente de David (ver Mt 1,16.20), de cuya raíz tuvo que brotar Jesús según la promesa hecha a David por el profeta Natán (ver 2 Sam 7), y como esposo de María de Nazaret, San José es la charnela que une el Antiguo y el Nuevo Testamento» (Patris Corde p.10).
El Papa Francisco quiso que el mundo entero dirigiera su mirada a San José, un hombre de quien aprender algo que, por su inmensa discreción, su prolongado silencio, su laboriosa creatividad, tuvo la extraordinaria capacidad de seguir a Dios, a pesar de todo, depositando una confianza incondicional en Él incluso en las situaciones más hostiles. Su silencio es precisamente uno de los aspectos más importantes de destacar. Un silencio, el de San José, impregnado de la contemplación del misterio de Dios, un silencio que no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, una plenitud de fe que lleva en el corazón y que guía cada uno de sus pensamientos y cada acción. Un silencio gracias al cual José, al unísono con María, salvaguarda la Palabra de Dios, conocida a través de las Sagradas Escrituras, comparándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, de entrega sin reservas a la divina Providencia. San José es el ejemplo de cómo cada uno de nosotros en silencio orante puede aprender a escuchar cómo el Señor, cada día, se revela y se encarna en la historia de nuestra existencia.
El Papa Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, con el decreto Quemadmodum Deus, confió la Iglesia a la protección de San José y lo proclamó “Patrono de la Iglesia Universal”. Eran tiempos difíciles para la Iglesia y el papado. El mismo pontífice, en tres discursos distintos (1928, 1935 y 1937), señala a San José como la esperanza más segura de la Iglesia después de la Virgen: “una poderosa égida de defensa contra los esfuerzos del ateísmo mundial”.
En esta gran solemnidad seguimos, de todo corazón, elevando nuestras súplicas a la figura de este gran Santo, seguros de que, como dice Santa Teresa de Ávila: “Nunca ha sucedido que recurrí a San José y no fui escuchada.”
San José, Patrón de la Iglesia, ruega por nosotros.