En el día del Viernes Santo la Iglesia nos invita a mirar fijamente a Cristo crucificado y muerto por nuestra salvación.
Adorar el leño de la cruz, hoy más que nunca, nos llama a una profunda reflexión. Con el pecado original el sufrimiento, el mal y la muerte entraron en el mundo. El hombre, herido por el pecado original, se ha convertido en esclavo y víctima del propio pecado, en una lucha implacable para elegir entre lo que es de Dios y lo que no es, entre lo justo y lo injusto, entre lo verdadero y lo falso. La historia de la Iglesia, como la de cada uno de nosotros, nunca olvidará este particular Viernes Santo del 2020. Hace más de dos mil años, en el momento de la muerte de Jesús, se oscureció toda la tierra; incluso hoy esta oscuridad nos parece tangible, envolvente, sofocante. Ahora más que nunca, el mundo y los hombres parecen pender de un hilo y entender lo evasivo de la vida y su fugacidad. En pocos días millones de personas nos han abandonado y el imperativo, que siempre aflige al corazón humano, resurge: ¿por qué? ¿Por qué este sufrimiento? ¿Por qué la muerte? Porque el pecado y la muerte han entrado en el mundo por la envidia del diablo (Sabiduría 2:24) y, hasta el fin de los tiempos, estarán presentes en la tierra.
¿Qué viene entonces a hacer Cristo, el cordero sin mancha, en este mundo lleno de maldad e injusticia? La humanidad es culpable de muchos pecados: hombre contra hombre, hijo contra padre, pueblo contra pueblo, nosotros contra Dios. Somos culpables de muchos de esos pecados que se están deslizando por los pliegues de la vida. Nosotros somos los culpables y, según la justicia, debemos saldar cuentas por el mal que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Y en cambio, aunque hayamos pecado, el Hijo de Dios paga por nosotros. Una vez más Jesús es el Emmanuel, el Dios con nosotros que, desde la cruz, abraza todo el pecado, el mal y el sufrimiento del mundo. Jesús vivió nuestra humanidad al máximo, mientras sufría las consecuencias de todos nuestros actos más lamentables. Aquí está mi Emmanuel, el Dios conmigo, el Dios que conoce mis sufrimientos, el Dios que conoce el grito íntimo de mi dolor, el Dios en el que puedo confiar.
Pero Jesús no se limitó a compartir el dolor con la humanidad. Jesús es Dios e hizo que el día de su sacrificio afectara a toda la humanidad y le devolviera ese rostro brillante que el pecado había desfigurado. La muerte consume la vida de Cristo, pero la divinidad de Jesús la aniquila y la derrota para siempre. La sangre de Cristo derramada hoy por nosotros es capaz de cambiar el curso del pecado y conducir de la muerte a la vida, de la perdición a la salvación.
En este día en que la muerte y la vida se han retado a un duelo, en que muere el autor de la vida y cara a cara con la muerte la destruye para siempre, arrodillémonos ante la Cruz, “Sabiduría de Dios” (1Cor 1,18), por la cual, aún hoy, Cristo vence el mal, el dolor y la muerte, y nos readmite a disfrutar de esa santa eternidad de la que el pecado nos había privado.
Nuestra Gloria es la Cruz de Cristo, en ella la victoria.